23 de mayo de 2012
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La tentación surge inesperadamente: ¿de qué sirven: mis escritos, mi predicación, mis clases, mi ministerio sacerdotal…? Preguntarse “de qué sirve” es una tentación. Es como preguntarse de qué sirve vivir. Es buscar el claro e inmediato, además de indiscutible, éxito de lo que hacemos, como prueba evidente de que somos algo importante, e importante es lo que hacemos. Sin que nadie lo discuta. Sin embargo la vida no discurre así. Es normal que impartas clases y no recibas aplausos. Al final del curso los alumnos pueden quedar contentos, ¿por lo que han aprendido o porque se terminaron las clases? Uno se queda en esa ambigüedad. Con más razón podemos terminar la homilía y no saber si se ha dicho lo que se debía decir, si la predicación ha sido de agrado de los fieles… Puedes escribir en un blog como éste y no ver reacción alguna entre los que puedan leerlo. ¿Pierdo el tiempo escribiéndolo? ¿Podemos esperar que veamos que se acepta nuestra actividad, en su variedad, para mantenerla? ¿O existen otros criterios distintos para seguir en la tarea? No podemos esperar que haya unanimidad en la valoración social de lo que hacemos. Opino que, sin prescindir de poder conocer el impacto que pueda producir en los demás nuestro hacer, decir, escribir…, ante todo tenemos que analizar con qué disposición, es decir intereses y preparación, hacemos, decimos, escribimos… Hemos de habituarnos a ser nuestros jueces: ecuánimes jueces. No es fácil y encierra sus tentaciones. Pero en nosotros están las respuestas a las preguntas que titulan esta reflexión.
5 de mayo de 2012
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“Para mí y para el mundo soy una pregunta infinita”, Karl Rhaner
Que somos seres de preguntas es constatación cotidiana. ¿Qué?, ¿por qué?, ¿para qué? ¿cómo?, ¿cuándo?... pertenece al vivir diario. También a la reflexión honda sobre nuestro existir, nuestro origen, nuestro futuro, nuestro modo de ser… Sobre el mismo ámbito en que nos movemos. Sobre no pocos acontecimientos que se nos imponen… Son preguntas sobre lo cotidiano y sobre lo global de nuestro ser, nuestro vivir y convivir. Nos llegan respuestas de diversos lugares: de la religión, de la filosofía, de la historia, también de nuestros hondos deseos, de nuestra propia experiencia… Esas respuestas ¿agotan las peguntas? ¿las dejan resueltas? Me temo que no. Seguimos formulándonos preguntas: las mismas, que aún no se ven solucionadas, y otras que van surgiendo en la búsqueda de soluciones. ¿El hombre, la mujer de hoy acepta ser para ellos mismos una pregunta nunca definitivamente contestada? Me inclino a decir que no. Hombre y mujer exigen, se exigen a sí mismos y a los demás, también a Dios, respuestas claras, que cierren el círculo de las preguntas. Es una exigencia de la vida aburguesada, que se basa ante todo en aburguesar la razón, para que deje de preguntarse. La ambigüedad no se digiere. Se atranca en nuestro sistema mental, que pretende digerir todo, haciendo todo nuestro y para nosotros. Y vivir así disfrutando de buenas digestiones. Hasta a Dios queremos apartarlo de preguntas. Bien porque creemos saber de Él, bien porque deja de ser alguien que nos interrogue. Tampoco gusta vivir interrogándose a uno mismo sobre uno mismo. >Tanta pregunta genera cansancio e…inseguridad. Se prefiere lo previsible, no admirarse por lo imprevisible, que nos sorprende e interroga. Eso permite descansar, pero no en la verdad, a lo sumo en pequeñas verdades. Es renunciar al dinamismo de la búsqueda. Y por la tanto de algo esencial a nuestro ser. No es humano.