La recién aparecida encíclica que firma “Franciscus”, así de sencillo, es encíclica para los que dicen tener fe, no es encíclica apologética en defensa de la fe. Sin embargo es encíclica que ennoblece la fe. La fe viene es expresada como la conjunción de la verdad y del amor. Y eso es también lo que define al ser humano. Quien tiene fe descubre esa condición del ser humano en Dios, y de él la recibe: está hecho a su “imagen y semejanza”. La luz de la fe no es la claridad de la evidencia, sino la del compromiso de amor. No se apoya en fríos argumentos racionales, como tampoco en ellos se fundamenta el amor. El sentimiento da vida a la verdad; la verdad discierne el verdadero sentimiento, como distinto de una momentánea y pasajera emoción. La luz de la fe, como toda luz, supera oscuridades, es decir: vidas sin sentido, mundo sin explicación: supera la oscuridad de lo absurdo. Pero sin abandonar el misterio. Quizás se echa de menos en la encíclica esa palabra, “misterio”, de la que, por otra parte, en no pocas instancias religiosas se abusa. El misterio como la verdad no conseguida, pero como llamada a ahondar en ella. Las verdades del credo, no son simples creencias, son contenidos de fe que han de iluminar la en su integridad la vida: es el ser humano en su totalidad, en su modo de existir, el que profesa la fe, la fe es más que una creencia, “la fe no consiste sólo en asentir a un conjunto de verdades abstractas”. Es modo de amar, de vivir, es confianza, de encuentro con Alguien que nos quiere y tratar de corresponder con amor. Por eso ahondar en los contenido de la fe, o sea hacer Teología, no es decir palabras sobre un Dios “objeto”, sino “acogida e inteligencia de esa palabra que Dios nos dirige…, es diálogo de comunión”.