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Desde lo hondo
27 de noviembre de 2016
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Nos haya gustado o no el personaje, no podemos hablar de la misma manera de él, cuando ya ha muerto, que cuando vivía. Del juico negativo el muerto no puede defenderse, vivo cabe esa posibilidad. El sentir común lo percibe: solemos ser más indulgentes con los muertos con los que hemos convivido, que con aquellos que con los que con-vivimos. La razón apuntada lo justifica. Pero también puede ser, creo que debe ser, porque la muerte nos abre los ojos para que se fijen más en lo positivo que en lo negativo. No se trata de negar esta dimensión, sino de no permitir que se imponga sobre la otra. Cerrar los ojos a alguien abre los nuestros a una mirada indulgente a su vida. Una vida que hemos compartido con él, quizás con un elevado tono de crítica, más que de compresión, de censura de lo que creemos hace mal, más que de agradecimiento por lo que hace bien. Claro, tras su muerte incluso la persona querida, deja de ser competidora: su bondad no oscurece ya la nuestra. Muerto, se puede reconocer lo positivo de su vida porque no rebaja lo positivo que creemos de la nuestra. En estos días se han producido dos muertes que han provocado muchas y contrarias opiniones sobre sus personas: Rita Baberá y Fidel Castro. Qué necesario es reconocer con humildad que no somos jueces imparciales ni sabios. Que se debe dejar a Otro el juicio definitivo. Que, por cierto es misericordioso.
18 de noviembre de 2016
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Roma y Atenas
A Roma no la fundaron romanos, vinieron de otros lugares quienes lo hicieron. Sabemos que el mito atribuye a Rómulo y Remo la fundación. A Roma habían llegado de su ciudad arrastrados por la corriente del Tíber, donde el encargado de asesinarles les había abandonado a su suerte. Volverían de nuevo a su ciudad. De allí saldrían para la fundación de Roma. Sin embargo en Atenas “su población original surgió milagrosamente del suelo de su tierra natal” (Mary Beard, SPQR, pg.81). Estos datos me hacen reflexionar de cómo ciudadanos que llevan un cierto tiempo en un lugar se hacen dueños de él para considerar advenedizos o extranjeros a los nuevos que quieren compartirlo. Con facilidad se creen que tienen la llave para admitir a nuevos conciudadanos. Con olvido de su propia historia o la de sus padres, abuelos…, antepasados en general. Se creen atenienses, la ciudad empezó con ellos o con aquellos de los que descienden por vía de sangre. Se ha impuesto la nobleza de la estabilidad de hábitat sobre la, que se juzga de inferior calidad humana, del transeúnte, o trashumante, advenedizo, sin domicilio fijo o fijado ya por sus antepasados. Es versión de la dialéctica existencial antigua entre la cultura agrícola y la ganadera. La tierra, dice la cultura agrícola, no sólo acoge, sino que es posesión bien delimitada por vallas protectoras de quien la habita. Para la cultura ganadera la tierra está abierta a todos para ser recorrida sin vallas que fijen la posesión o la propiedad de algunos. La cultura agrícola se ha impuesto en nuestro occidente. Pero no es fácil de entender para aquellos que necesitan moverse porque: bien esa estabilidad no responde a su manera de entender la vida o porque no encuentran lugar donde establecerse, que pueda ofrecer lo necesario para vivir dignamente. También no pocos de cultura agrícola han tenido que emigrar. Pero, asentados en su nueva tierra, poseída como sólo suya, no entienden que otros sigan sus pasos o los de sus antepasados, pasos de emigrantes, y se acerquen a ella. Creen, insisto, en que, como los atenienses, surgieron milagrosamente de ese lugar que entienden como suyo. El mito sigue teniendo tanta fuerza como el logos.
13 de noviembre de 2016
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Envasado en el vacío parece que asegura la integridad a través del tiempo de lo encerrado sólo consigo mismo. Al estar acompañado de “algo” perdería su pureza esencial, se corrompería. Es una tentación de individuos y de estructuras sociales, la de querer perdurar en su pureza, en los esencial de su ser a base de aislarse de todo y ser ella misma. El enemigo está fuera y por ello el peligro. Los alimentos se envasan al vacío, pero no para permanecer en el vacío, sino para conservar sus esencias cuando de él sean extraídos y servidos…y desaparecer al ser ingeridos. El vacío como ámbito tiene la provisionalidad de quien está llamado a salir de él. Aunque fuera para ser transformado por los jugos gástricos.
El ser humano necesite tiempo de vivir en el vacío, tiempo de segregación para no ser contaminado por el ambiente. Digamos lo mismo de instituciones sociales, por ejemplo, la Iglesia. Es un sistema válido para ofrecer luego lo mejor de sí mismo. Pero el vacío no tiene sentido en sí mismo, es situación funcional, no ontológica. Buscar el vacío de quien “no siente ni padece”, no es propio de la condición humana. Es un tramposo modo de querer ser puro e íntegro. Vivimos para sentir y padecer. Es lo que nos hace personas: sentir y padecer el mundo en que existimos, las personas con las que convivimos es lo que nos hacer ser lo que somos, seres humanos. Con la posibilidad de que nos contaminemos. Para evitarlo no debemos salir de nuestro vacío, sino cuando podemos ofrecer lo que somos. No dar tiempo al vacío es degradar lo que podemos ofrecer. Pero sólo se es real, la persona, también la Iglesia, cuando respira lo que los demás respiran y está sometida a lo que los demás sienten y padecen. Cuando comparte existencia con las demás realidades y personas.
10 de noviembre de 2016
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En el individuo y en los colectivos de individuos, incluido el gran colectivo que llamamos nación, existe la tentación a mirarse a sí mismo y organizar la vida en torno a uno mismo, despreocupado del otro. Como si el otro, lo queramos o no, no perteneciera la vida de cada uno. Sin “el otro” ni siquiera existiríamos; , ya en la vida, sin lo que por nosotros han hecho otros, la sociedad que encontramos, nuestro saber y amar, la tierra que pisamos y por la que nos movemos, la mínima seguridad que podemos tener, la ayuda en momentos de enfermedad…serían imposibles. No vivimos por nosotros mismos ni para nosotros mismos: el otro está en el origen de lo que hacemos, en las consecuencia de nuestro vivir, en el desarrollo de lo más substancial de nuestra vida, de nuestro saber y de nuestro amor. No tiene sentido ni base humana que tratemos de olvidarnos del otro para enclaustrarnos en un yo mínimo, y degenerado en su condición humana. La dimensión social es lo que nos hace personas, es la que engrandece y ofrece sentido a la vida… y felicidad. Esto mismo hemos de decirlo de los colectivos que forman los seres humanos, entre ellos las naciones. Una nación que se cierra en sí misma ofrece una actitud inhumana, que además la acaba corrompiendo desde dentro. Las últimas elecciones en USA han plateado, entre otras, esa disyuntiva: una dice: EEUU ha de centrar su política en lo que limitan sus fronteras, para mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos, ofrecer seguridad, y prosperidad, en vez de invertir personas, tiempo y dinero en un mundo mejor; otra, insistirá en que EEUU no es una realidad social aislada en el mundo, es tributaria, como todos, al mundo en que existe y por lo tanto, por su mismo interés, no puede desgajarse de ese mundo. Porque sería un error y además es un imposible. Parece que con el triunfo de Trump prevalece esta segunda tendencia. La del egoísmo colectivo…, que suele pertenecer a los que se creen superiores. (Prescindo de otras consideraciones que están esparcidas en los muchos comentarios políticos a esa sorprendente victoria).
1 de noviembre de 2016
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Lo qué nos hace tener más presentes a los muertos, más que los “restos mortales”, son los recuerdos vivos de su vida, que la muerte acentúa y purifica. Esos recuerdos los genera el lugar que ocupó, los objetos que manejó, las cartas que escribió, la fotografía que nos trae su imagen, las enseñanzas que nos legó, que adquieren más actualidad cuando ya no puede seguir hablando; en fin, la herencia nos legó. Lo que actúa el recuerdo es lo propio del muerto en vida, no lo que ya carece de ella. Que es una vida como la nuestra de continuas circunstancias idénticas, utilizando los mismos objetos, ante semejantes problemas, con similares gozos y alegrías … En nuestras casas la fotografía de padres, familiares, amigos difuntos es lo que nos los hace tener presentes, no sus cenizas; es decir lo que nos perite verlos vivos. La fe en la resurrección, tanto de la nuestra como de la de Cristo, no lo es en una reanimación de los “restos mortales”, sino en que un cuerpo muerto pasa a una nueva vida transformado, “pneumático”, “espiritual”, como viene a llamarlo san Pablo, por llamarlo de una manera que señale que no tendrá las misma composición biológica que la del cuerpo que desaparece con la muerte. Los “restos mortales” no serán parte de ese cuerpo, por la razón simple de que son mortales y la nueva vida es definitiva. La fe en la vida tras la muerte, la unión afectiva con los difuntos, “comunión de los santos” lo llama nuestra fe, la vivimos actualizando en mente y corazón su vida. Su muerte nos ofrece un sentido más purificado de su vida: hace que emerja lo mejor de ella, “restos vivos” de su existir. La muerte de alguien con quien se compartió el vivir es la última lección que nos lega, la mejor herencia, conforma la más real e íntima presencia en nuestra vida de la suya. Dicho sea todo esto desde el trato digno que se ha de dar a esos restos mortales, por lo que fueron en vida.
Sobre el blog
El mercado, la prisa, el fluir…domina nuestras vidas. También la creación cultural y la verdad se encuentran afectados por la sucesión rápida, lo impactante…
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El mercado, la prisa, el fluir…domina nuestras vidas. También la creación cultural y la verdad se encuentran afectados por la sucesión rápida, lo impactante…Hasta las personas, de las que parece que sólo cuenta su “perfil”, no logran sustraerse al dominio de la apariencia, la imagen. Resulta algo “contracultural” hablar hoy de hondura. Pero sólo en lo hondo se encuentra la verdad, el misterio de lo personal, la relación con Dios. Este blog es una propuesta para “ahondar” en la realidad. Los dominicos tenemos como lema “veritas”,( verdad). La verdad no se posee como se poseen las cosas. Se busca y se roza. Y cuando se encuentra nos comprometemos con ella. El compromiso con la verdad nos salva del dogmatismo y del relativismo. Y para los cristianos, la verdad nos remite al hecho del amor de Dios con el que nos encontramos en la hondura de nosotros mismos.
Sobre el autor
Juan José de León
Entre otras cosas es Director de la Escuela de Teología "Fray Bartolomé de las Casas" (Madrid). Acompaña espiritualmente comunidades religiosas a través de charlas y retiros...
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Entre otras cosas es Director de la Escuela de Teología "Fray Bartolomé de las Casas" (Madrid). Acompaña espiritualmente comunidades religiosas a través de charlas y retiros. En la Editorial San Esteban ha publicado, Creado y creador. Visión cristiana de la existencia; Seis días en busca de la felicidad. Proyecto evangélico para ser felices y Seis días para repensar la vida.
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