23 de mayo de 2018
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Apaga la vela o alimenta el incendio. Es propio del viento realizar las dos funciones. Es algo propio del deseo humano. De la insatisfacción de lo que hay se suscita el deseo de lo que no se posee. Ya decía santo Tomás que el deseo es una pasión de la dimensión concupiscible de nuestro sentir sobre algo bueno que no se tiene y se cree fácil de conseguir. Si fuera difícil de conseguir pertenecería a la dimensión que llama “irascible”, es decir la “agresiva” de nuestro sentir, y no sería deseo sino esperanza. El dicho popular dice que quien algo quiere, algo le cuesta. El deseo se convierte con frecuencia en lucha por conseguir lo que se desea, en esperanza. Buda creía que anular los deseos, apagar la vela, impedía el sufrir. Pero reduce la vida a niebla u oscuridad. A la pérdida de individualidad. La ataraxia estoica, “ni padecer ni sentir”, que dice el dicho popular, aparte de imposible –Esquirol, “La penúltima verdad”-, es viento que anula la luz y la vida.
Propio de la posmodernidad es la búsqueda de la satisfacción inmediata de los deseos. Y estos elementales. No se da lugar a la paciencia, o sea, a la constancia en el esfuerzo y el discernimiento que ha de acompañarlo. Eso es incendiario, aniquila sin más, es decir sin esperanzas de que surja algo de esa satisfacción. Se satisfacen los deseos queda sólo lo calcinado, sin vida.
Cristo, en un texto que los estudiosos dicen que es de difícil sintaxis, dijo que había venido a traer fuego a la tierra, y deseaba que ya estuviera encendido. Lo dice previendo la disensión que va a producir incluso en los unidos por lazos familiares. Es contrario de la ataraxia, va generar deseos contrarios. Es viento y fuego lo que simboliza el Espíritu Santo que enciende la vida de los apóstoles y los lleva al enfrentamiento con el mundo oficial judío. Sin muerte no hay vida, de lo que muere surge nueva vida. Eso no es simple deseo, es una esperanza, exige renuncia a satisfacciones inmediatas, no es nada posmoderno. Es dar a la vida la dimensión de “desvivirse” por algo, por alguien.
11 de mayo de 2018
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Son profesionales, ha estudiado el caso con detención y rigor durante años, han escuchado a numerosos testigos; su opinión, no es una opinión más, se convierte en decisión con implicaciones reales: se juegan con ella prestigio, consideración profesional; tiene además consecuencias de amplio relieve para otras personas; y además están obligados a emitir juicio, que se convierte en sentencia.
Se produce reacción contraria masiva y airada; muy aireada en los medios de comunicación social, en la calle, de quienes no han estudiado el caso; y menos con la minuciosidad de los profesionales; y desconocen la ley en la que se basa la sentencia.
¿Se ha de estar de acuerdo con la decisión final de unos jueces? No hay por qué. ¿Qué hacer ante el desacuerdo? Pedir explicaciones, es decir, razones por las que se llegó a la “incomprensible” sentencia. Más que gritar, tratar de informarse.
¿Se sabe distinguir entre la ley y la sentencia que se ajusta a la ley? Si la sentencia disgusta habrá que ir contra la ley en que se sustenta, no quienes contra quienes han juzgado de acuerdo con la ley. Sería el momento de pedir modificar la ley. Siempre aportando razones, no eslóganes. Las leyes son para cumplirlas, pero también para ser cambiadas, si se ve que no se ajustan a derecho. Sobre eso es lo que hay que insistir: con razones, no con clamores.