4 de agosto de 2018
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La teología europea actual es producto típico del hombre moderno: un hombre que se centra sobre sí; el hombre que dice yo conquisto y conquista continentes; el hombre que dice “pienso, luego existo”, el otro es el “pensado”, conquista mental suya; el que se atreve a saber, “sapere aude”, el sujeto ilustrado, orgulloso de sí, de su libertad para saber y de “su voluntad de poder”; un yo deificado, dicen teólogos de la Teología de Liberación. Ésta, dicen, tiene como punto de referencia no el yo moderno, sino el “otro”, en concreto el “pobre”; es teología que parte de una experiencia de Dios, no en sí mismo –trascendencia inmanente agustiniana- sino en el pobre. Pero hay algo más en la raíz, la teología europea se centra en la ortodoxia – no necesaria ni fundamentalmente de los concilios ecuménicos-, sino del “intelectus fidei”, de reinterpretar la fe a la luz del pensamiento. La teología de la liberación se interesa por la ortopraxis, por una sociedad humana a la luz del evangelio, que lee desde la situación de inhumanidad de los llamados, pobres. No una ortopraxis que derive de la ortodoxia, sino que surge de una relación dialéctica entre ellas.
Me he encontrado en mis lecturas con esto cuando pensaba en el concepto de “yo”, que generó posts anteriores; y también con la reflexión que ha surgido con el aniversario de la encíclica d Pablo VI, Humanae vitae, que en personas concretas se vive como dialéctica entre ortodoxia y praxis.