26 de marzo de 2019
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También habéis oído decir que se dijo a los antiguos: “No juréis en falso” y ”Cumplirás tus juramentos al Señor”. Pero yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo que es el trono de Dios; ni por la tierra que es estrado de sus pies, ni por Jerusalén que es la ciudad del Gran Rey. No jures por tu cabeza pues no puedes volver blanco o negro un solo cabello. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno (Mt. 5,34). Pertenece el texto al Sermón del monte, donde Jesús expone lo más emblemático de su predicación, que incluye las bienaventuranzas, el amor incluso a los enemigos…; y que insiste en lo de “antes es os dijo, yo os digo”, como enmienda o plenitud de las leyes judías.
Respecto al juramento no se ha hecho caso en la Iglesia. Legislación eclesiástica impone juramentos previos a obtener oficios eclesiásticos. Se pide jurar que se realizará lo que pertenece a la esencia del ejercicio de ese oficio. En la vida civil el juramento puede ser sustituido por la promesa. Se entiende que los creyentes juran por Dios y los no creyentes prometen decir la verdad. Es decir: los creyentes en Jesús son los que juran en contra de las enseñanzas del mismo Jesús. Y son muchos casos en el ámbito variado de la vida social, política, académica y sobre todo judicial donde se exige juramento. Con esto el juramento se ha devaluado. En las conversaciones normales es fácil oír “te lo juro” para reforzar la afirmación más baladí.
Entiendo que lo que se nos enseña en el Sermón de la Montaña debería ser lo que se llevara a la práctica. Y cuanto más creyente se sea, más objeción se ha de poner a jurar. Ha de bastar: “sí, sí, no, no. Lo demás viene del Maligno”.
3 de marzo de 2019
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Acabo de leer esta expresión como uno de los signos de nuestro tiempo. La exuberancia verbal hace alusión en primer lugar a la profusión de palabras, al “hablar largo y tendido”, a la locuacidad. Pero también se refiere a un estilo de habla. Que podíamos calificar como el hablar a base de superlativos. Deja de aparecer, por ejemplo, “bueno” o “malo”, para convertirse en “muy bueno” o “muy malo”. Se ha generalizado sobre todo en el habla juvenil el añadir el prefijo “super”. “Superbueno”, “supermalo”. El superlativo ahorra el esfuerzo por buscar y exponer argumentos a favor o en contra. Y no admite matices que hagan compleja la exposición o la valoración.
La profusión de palabras en el debate sustituye los análisis pacientes de lo que se valora. El signo, toda palabra es signo representación de algo, sustituye a lo que significa: se le da valor en sí misma. Al predicador se le pedía “padre, menos palabras y argumentos reforzados, es lo que necesitamos”. Es típico aprobar al político porque “habla muy bien”, con olvido del valor de lo que dice. La palabra se valora cuando se la mide, cuando es la expresión justa de algo que pensamos, que sentimos. A veces “nos quedamos si palabras”, porque no encontramos cómo expresarnos. Esos silencios son más significativos que las palabras: dicen más. Podemos decir con Blas de Otero, “siempre me queda la palabra”, pero no será una palabra inane o multiplicada sin contenido que expresar, sino cuando subsiste a la falta de otras realidades vitales, cuando ella es la expresión vital, que queda.