26 de diciembre de 2020
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¿De qué hablamos cuando los que por vocación no nos hemos casado de las relaciones conyugales, del cuidado, educación de los hijos? Más de una vez se nos reprocha que hablemos tanto de lo que no tenemos experiencia. El argumento tiene su peso; pero no es definitivo. El médico no necesita contraer la enfermedad para decir lo que tiene que hacer el enfermo. Ni el educador tiene que pasar o haber pasado por las diversas experiencias de vida, de convivencia o falta de ella, para ejercer su profesión o vocación. Pero sí obliga a ser humildes cuando nos atrevemos a señalar cómo actuar ante situaciones que no hemos vivido. Ahora bien nada puede objetar, que, como producto de su formación, se ofrezcan las líneas generales que han de generar, regir, perfeccionar un modo de vivir en familia. Por ejemplo, cómo se funda el matrimonio sobre el amor conyugal, cómo ha de ser este amor el que se genera la decisión de que aparezcan los hijos, cómo ha de ser ese amor el que conduzca el proceso educativo... etc. Del amor conyugal ha de derivar el filial. Y es también la escuela de todo amor: no solo en el ámbito familiar, sino también en el social. Incluso es escuela del amor a Dios.
La aplicación de este principio a situaciones diversas, puede superar la capacidad de quien no tiene experiencia directa de ellas. Serán siempre los protagonistas de la situación los que han de saber conducirlas. Que no evita, sino que puede exigir, contar con ayudas externas, que favorezcan el análisis más realista de la situación, y ayude a recordar la necesidad de que el factor constitutivo de la familia, el amor, sea referencia para saber vivir esas situaciones.
13 de diciembre de 2020
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Es triste que se teman los días de Navidad. Que dé miedo esa celebración. Celebración esencialmente religiosa; pero también familiar. Algo tan necesario. Que la sociedad se quiera unir a esa celebración, con el adorno de ciudades y pueblos, con reuniones sociales, las comidas de Navidad de empresas, instituciones… etc, ello sirve también para subrayar que son días distintos, impregnados de buenas relaciones humanas. Si además unimos que son días volcados sobre la felicidad de los niños, aumenta el motivo no para temer la Navidad, sino para desearla y disfrutarla.
¿Hay posibilidad de que, con las restricciones, sociales, sobre todo, e incluso en las celebraciones religiosas, se pueda desear la Navidad y disfrutar de ella?
Por supuesto que sí. Cuanto más se ahonde en lo que implica que Dios asuma condición de hombre, con lo que supone de cambio en la visión de Dios y del ser humano, de modo más hondo deseamos celebrarlas. Y eso no hay pandemia que lo evite.
Sin olvidar lo que tiene la Navidad de celebración familiar y social. Es necesario que, de alguna manera distinta de las concentraciones de personas, contraindicadas en este tiempo de pandemia, se celebre lo que significa la familia, se viva el afecto mutuo, que es lo que la constituye. Es necesario que socialmente nos veamos más cercanos unos de otros. Y más sensibles a los que, por diversas razones, de pobreza, enfermedad, soledad…, necesitan ver humanidad -la de Dios en la Navidad- en quienes comparten su existencia.
Si se tiene imaginación y deseos de disfrutar y hacer disfrutar la Navidad, se puede conseguir una auténtica y feliz fiesta. Y quizás de un modo más puro, sencillo y auténtico, que el que ofrecen las grandes manifestaciones sociales.