2 de octubre de 2021
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Reconocer los fallos, las equivocaciones, las decisiones tomadas en su día, es lo lógico, lo que debe ser normal, lo humano y lo cristiano. Sin que ellos lleven a amargar la vida. Creer que nuestra historia, personal y social es un conjunto de buenas decisiones, aciertos, obras buenas, es engañarse. Es empobrecer la propia vida, el modo de vivir, ya que parece exigir que para sentirse bien bajo su piel necesita airear éxitos de la propia historia; sentirse digno de consideración social, y rechazar ser un ser humano que pasa por la vida haciendo y el bien y otras veces el mal.
Lo he pensado a propósito de unas palabras de Papa Francisco en las que reconoce que en la historia de la presencia de la Iglesia - entiendo que se refiere a la Iglesia, no habla de España-, en México hay razones para pedir perdón. Como México y la iglesia mexicana tendrán de qué pedir perdón de lo hecho, o no hecho cuando había que hacerlo, en los 200 años de independencia. Sólo quien está empeñado en ser más que lo otros no piden perdón. Cuando el perdón engrandece más que el aplauso. Sobre todo, cuando el aplauso se lo da uno a sí mismo. Y se lo da porque lo necesita para sentirse vivo. Es algo bien triste.