29 de octubre de 2023
0 comentarios
Es poco elegante llamar a una persona vieja o anciana, aunque haya pasado con abundancia, por ejemplo, los ochenta años. Parece que a Cela no le gustaba que, cumplidos los sesenta años, le llamaran sexagenario, prefería que le calificaran de sesentón.
Puede ser asunto de mínimo relieve, cuestión de palabras, que no afectan a la realidad. Pero puede que sea significativo ese rechazo a los términos “viejo”, “anciano”.
No quiero recordar el valor que se concedía al viejo, al anciano en tiempos pasados. Es tema ya manido. Era propio de un concepto de mundo -de historia- cíclico, que se repetía, no se transformaba. Ni tampoco voy a hablar de viejos, ancianos o mayores, o miembros de la tercera edad.
Estoy pensando más en aquellos que sí han cumplido sus añitos, pongamos como indicativo entre cincuenta y sesenta, y padecen el complejo de Peter Pan. Necesitan sentirse entre adolescentes o jóvenes, identificarse con ellos. Conocer sus intereses, sus deseos más fuertes, su visión del vivir y convivir… es necesario para tener una palabra que decirles.
Pero surge la pregunta: ¿Esa palabra emana de verse como uno de ellos, también en sus formas externas, en sus apariencias; pero sobre todo asumiendo esos intereses, esos modos de vivir y convivir, esas actitudes ante las cuestiones trascendentes de sentido del vivir -o quizás, prescindiendo de ellas-? Y es que uno se ve joven, a pesar de calvicies, cabellos blancos, arrugas, experiencias vividas y sufridas…, en fin, la propia historia. Y se ve joven, porque quiere serlo, no ha aprendido a ser y reconocerse adulto, a ser conscientes de que la juventud en todas sus dimensiones ha quedado atrás.
Hay bastante escrito sobre cómo envejecer; quizás falta reflexión sobre cómo llegar a ser adultos. Que empieza por reconocerse como tal.
Comentarios
Hasta ahora se han publicado
0 comentarios. Déjenos también su opinión.