1 de noviembre de 2016
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Lo qué nos hace tener más presentes a los muertos, más que los “restos mortales”, son los recuerdos vivos de su vida, que la muerte acentúa y purifica. Esos recuerdos los genera el lugar que ocupó, los objetos que manejó, las cartas que escribió, la fotografía que nos trae su imagen, las enseñanzas que nos legó, que adquieren más actualidad cuando ya no puede seguir hablando; en fin, la herencia nos legó. Lo que actúa el recuerdo es lo propio del muerto en vida, no lo que ya carece de ella. Que es una vida como la nuestra de continuas circunstancias idénticas, utilizando los mismos objetos, ante semejantes problemas, con similares gozos y alegrías … En nuestras casas la fotografía de padres, familiares, amigos difuntos es lo que nos los hace tener presentes, no sus cenizas; es decir lo que nos perite verlos vivos. La fe en la resurrección, tanto de la nuestra como de la de Cristo, no lo es en una reanimación de los “restos mortales”, sino en que un cuerpo muerto pasa a una nueva vida transformado, “pneumático”, “espiritual”, como viene a llamarlo san Pablo, por llamarlo de una manera que señale que no tendrá las misma composición biológica que la del cuerpo que desaparece con la muerte. Los “restos mortales” no serán parte de ese cuerpo, por la razón simple de que son mortales y la nueva vida es definitiva. La fe en la vida tras la muerte, la unión afectiva con los difuntos, “comunión de los santos” lo llama nuestra fe, la vivimos actualizando en mente y corazón su vida. Su muerte nos ofrece un sentido más purificado de su vida: hace que emerja lo mejor de ella, “restos vivos” de su existir. La muerte de alguien con quien se compartió el vivir es la última lección que nos lega, la mejor herencia, conforma la más real e íntima presencia en nuestra vida de la suya. Dicho sea todo esto desde el trato digno que se ha de dar a esos restos mortales, por lo que fueron en vida.
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