2 de agosto de 2019
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He oído que el día uno de agosto es el día de la alegría. Walter Kasper, el gran teólogo actual tiene un libro que titula “La alegría del cristiano”. Es magnífico el planteamiento inicial del libro: la acedia, la dejadez, la pérdida de sentido de lo que se es, la tristeza del vivir, se han hecho presente. Kasper apunta algo más: la huida del discurso racional que explique lo que se es y el lugar en que se vive, lo que llama las últimas preguntas, que en la postmodernidad no se plantean, es origen también de la acedia y expresión de ella. De eso se deriva que “en la segunda parte del siglo XX y comienzos de siglo XXI la angustia se ha convertido en la marca de la referencia de la época”.
A pesar de ello Kasper propone ser “alegres en la esperanza” como modos de ser cristiano. Alegría y esperanza van unidas. Y se basan en la fe. En el invierno se va formando el pan; nos toca sembrar y mantener la esperanza del fruto. Hace falta la magnanimidad de la que habla santo Tomás, o sea, alto ánimo para las cosas grandes. Ese fue el tono del Vaticano II. En esa línea se mueve el Papa Francisco; Evangelii gaudium y Amoris laetitia, (El gozo del Evangelio y La alegría del amor), son títulos de documentos referenciales de su pontificado.
Si se multiplican los motivos para la tristeza, realicemos una “discriminación positiva” y demos más relieve a lo bueno, noble, alegre de la vida. De la vida propia y de la vida de los otros.
Kasper acude a san Pablo, a su misión y a lo que leemos en sus cartas para hacer ver que la alegría pertenece a la esencia cristiana. Hoy existe un desafío pastoral, aún más apremiante, de “despertar la alegría de ser cristiano y hacer de ella una opción consciente: la opción de ser cristiano”.
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