15 de abril de 2012
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“El pasado es el recuerdo, el futuro la promesa, el presente es el hogar”. Algo así recuerdo de una reciente lectura. La apuesta era por el presente, frente al recuerdo y la promesa. Se trataba de las diversas religiones. Por el presente apostaba las de origen oriental. La nuestra heredera del judaísmo se basa en la memoria de Cristo que tratamos de actualizar y de la promesa que queremos anticipar. Es apuesta también por el presente. Pero presente integrador de la historia vivida o por vivir. No al margen de la historia. La frase que comento tiene aire de posmodernidad. Algo así como el carpe diem, tan celebrado hoy, aunque sea heredado de la antigüedad clásica, Con lo que implica de reducir la vida a la satisfacción inmediata y a recelar o simplemente prescindir de la historia y de horizontes en la vida. . Decir que el presente es el hogar, es atribuirle el ámbito donde uno se encuentra mejor. ¡El hogar, dulce hogar! Pero eso suele decirse cuando uno vuelve a él. Para apreciarlo es necesario salir. Vivir recluido en el hogar es perder perspectivas y exponerse a perderse en lo mínimo y a veces intranscendente. Exponerse a que deje de ser dulce. Trascendiendo el símbolo, el presente ha de alimentarse de la historia y la promesa. Así es nuestra fe. Fe que responde a nuestra condición humana. En san Lucas en la última de las bienaventuranzas se insta, en medio de la persecución por la causa de Cristo, a “ser feliz ese día” por la promesa de felicidad futura. En un conocido film la esposa amenazada de muerte por un cáncer decía a su esposo, el dolor de mañana pertenece a la felicidad del hoy. No era la promesa de felicidad, sino el temor del dolor futuro lo que contribuía también a la felicidad presente. La felicidad, el hogar, implica la memoria y la promesa. Incluso aunque la historia no se llene con recuerdos positivos y la promesa se convierta en temor. Todo ello puede fabricar felicidad en el presente. No prescindiendo de ello.
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