El columnista ha dicho: “para vivir la conciencia de la muerte conviene desdramatizarla o corremos el riesgo de volvernos filósofos”. Afirmación que está cargada de filosofía. Como de poeta y de loco también de filósofo todos tenemos un poco. El poeta tiene algo de loco y mucho de filósofo. Como el filósofo necesita una dosis de locura, de ver a contrapelo, y de poeta: ver más allá de la pura evidencia la hondura de lo sentido. Es una locura hoy dedicarse a la poesía o la filosofía y querer vivir de ello. No deja de ser triste pensar que es un riesgo volverse filósofo. Suena como si dijéramos que es un riesgo volverse ser humano. Es triste decir que somos sólo aquello que nos da de comer: albañil, profesor, médico, sacerdote, jubilado… En la sociedad del pensamiento débil y fragmentado y del valor absoluto de lo económicamente productivo, se entiende que ser filósofo es un riesgo, el riesgo de perder el tiempo en naderías estériles. Pero incluso en esa sociedad es inevitable filosofar buscar las razones de las cosas, las razones hondas como decían los clásicos, las últimas causas –o las primeras, según el punto de partida de la búsqueda-. Y la muerte es un ejemplo. En ninguna cultura se ha entendido simplemente como un accidente fisiológico, un dejar de funcionar lo que funcionaba. Las preguntas sobre la razón de ella están presentes en toda cultura. Y qué puede haber después de ella ha sido la gran pregunta de toda religión. Más aún es pregunta que desencadena el sentimiento de lo religioso. Entender la vida desde la muerte ha sido inquietud de los filósofos del existencialismo de tiempos recientes. Más que desdramatizarla, hemos de saber convivir con el drama, y evitar que sea una tragedia. Para eso necesitamos filosofía y más allá de la filosofía, pero presente en su raíz, fe.