13 de noviembre de 2016
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Envasado en el vacío parece que asegura la integridad a través del tiempo de lo encerrado sólo consigo mismo. Al estar acompañado de “algo” perdería su pureza esencial, se corrompería. Es una tentación de individuos y de estructuras sociales, la de querer perdurar en su pureza, en los esencial de su ser a base de aislarse de todo y ser ella misma. El enemigo está fuera y por ello el peligro. Los alimentos se envasan al vacío, pero no para permanecer en el vacío, sino para conservar sus esencias cuando de él sean extraídos y servidos…y desaparecer al ser ingeridos. El vacío como ámbito tiene la provisionalidad de quien está llamado a salir de él. Aunque fuera para ser transformado por los jugos gástricos.
El ser humano necesite tiempo de vivir en el vacío, tiempo de segregación para no ser contaminado por el ambiente. Digamos lo mismo de instituciones sociales, por ejemplo, la Iglesia. Es un sistema válido para ofrecer luego lo mejor de sí mismo. Pero el vacío no tiene sentido en sí mismo, es situación funcional, no ontológica. Buscar el vacío de quien “no siente ni padece”, no es propio de la condición humana. Es un tramposo modo de querer ser puro e íntegro. Vivimos para sentir y padecer. Es lo que nos hace personas: sentir y padecer el mundo en que existimos, las personas con las que convivimos es lo que nos hacer ser lo que somos, seres humanos. Con la posibilidad de que nos contaminemos. Para evitarlo no debemos salir de nuestro vacío, sino cuando podemos ofrecer lo que somos. No dar tiempo al vacío es degradar lo que podemos ofrecer. Pero sólo se es real, la persona, también la Iglesia, cuando respira lo que los demás respiran y está sometida a lo que los demás sienten y padecen. Cuando comparte existencia con las demás realidades y personas.
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