“Veo que desconoces -o que no compartes- mi veto al tema de la felicidad como realidad para el presente. Los que me han oído la tabarra correspondiente 'moderan' adecuadamente sus deseos”. Fue la respuesta de un buen teólogo, amigo y compañero además, a mi felicitación tardía en el día de su santo en la que le deseaba “feliz fin del día y que la felicidad se alargue más allá de este día”. El Catecismo de la Iglesia –ética y religión- dice que el deseo natural de felicidad lo ha puesto Dios en el ser humano. Esa afirmación justifica el proyecto, ontológico diría Congar, de ser humano que son las Bienaventuranzas evangélicas.
La felicidad es ese “imposible necesario” dice Julián Marías. Es lo que busca todo ser humano inexorablemente, y por eso en orden a ello ha de constituirse los valores éticos, señala Santo Tomás. Pues ha de ser una felicidad humana, es decir: no una felicidad del león devorando a la presa, sino una felicidad que exige desarrollar lo mejor de nuestra condición: no es un simple “pasarlo bien”. Una felicidad, que, como nuestro ser, no es perfecta ni definitiva pues existe en el ámbito de lo temporal y limitado, pero que mira a adelantar aquí de modo imperfecto lo que para los creyentes es la felicidad plena y definitiva.
Desear felicidad no es desear que todo lo que haya de vivir sea motivo de felicidad, es invitar a que disfrute de lo bueno y bello, sabiendo que es efímero, como los años que se cumplen, y que logre superar el sufrimiento que produce el mal, inevitable en nuestro vivir, también efímero, al darle sentido. Que ni lo bueno ni lo menos bueno o malo le separen de buscar la perfección, siempre inalcanzable, de su ser humano. Que sea feliz en el camino, aunque la meta no se alcance en plenitud.