8 de diciembre de 2011
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Estamos marcados por el espacio y el tiempo. El filósofo Kant ya nos lo precisaba: todo nuestro conocimiento pasa por encuadrarlo en un espacio y en un tiempo. También Aristóteles nos lo venía a decir al exigir que el conocer empiece por los sentidos. Percibimos en el espacio. Espacio y tiempo no son solo condiciones de nuestro saber, es una experiencia existencial. No nos vemos fuera de ambos. De ello surge la dificultad de entender la eternidad. (Dejamos ahora la cuestión del espacio). Nos es imposible pensar sin sucesión de acontecimientos, de días que pasan. Nos es imposible considerar algo que es todo al mismo tiempo, que viene a ser la definición de eternidad. No entendemos no poder jugar con “ahora”, “más tarde”, “luego”, “antes”; no tener “mañanas”; que nada cambie: siempre igual. Aunque el igual sea un plenitud de felicidad. Que nada termine, que nada pase, en la doble acepción de acontecer y dejar de ser, no encaja en nuestra mente, en nuestra experiencia existencial. Podemos vivir momentos que no nos gustaría que terminaran. Pero es el saber que van a terminar, lo que nos permite disfrutar del acontecimiento: no todos van a ser igual. No somos capaces de vernos en una vida “eterna”, sin alternancias. Hablamos, por ejemplo, de amor eterno, porque nos gustaría que el tiempo no lo diluyera, pero no porque esté fuera del tiempo. Eterno sería, en ese caso, lo que está bien enraizado, y corresponde a lo nuclear de lo que somos y superará los acontecimientos, incluida la muerte. Pero por muy permanente, estable que sea su inclusión en el ser, está expuesto al devenir del tiempo. Fuera del tiempo, lo eterno nos abruma, desborda, se nos hace incomprensible. ¿Lo entenderemos cuando nuestra mente esté fuera de él?
Comentarios
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Pascual
24 de diciembre a las 14:57
¿Qué sera´, pues, la vida eterna que nos promete Cristo?
Saludos