8 de febrero de 2021
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Las palabras son signos de un pensamiento, de un sentimiento, de un conocimiento, el instrumento de socialización de nuestro interior. De suyo, aunque describan el pensamiento sobre otra persona o sobre un acontecimiento, lo que expresan de inmediato es algo que está en el interior del ser humano. Si no es así, dejan de ser signos, dejan de tener sentido, son mentiras, engaños.
Por ello cuando utilizamos las palabras para opinar o juzgar sobre algo y de modo especial sobre alguien, no solo describimos lo que es exterior a nosotros, nos describimos a nosotros mismos. Cuando en las palabras predomina por ejemplo, lo negativo, aplicado a acontecimientos o a personas, expresan un modo de ser de la persona, son transmisoras de un modo de ser de quien las pronuncia. Se describe, sin pretenderlo, a sí mismo. Cuando las palabras son de aceptación o de comprensión de lo que sucede y del hacer de las personas, también están describiendo a quien las pronuncia.
Las corrientes freudianas insisten en mecanismos de defensa que utilizamos con la palabra: proyección de lo que somos o sentimos, teorización sobre aquello que somos incapaces conseguir, sublimación para superar lo que sentimos como pequeño. Pero no hay que acudir a la ciencia, el pensar y decir popular ya lo advierten. “dime de que presumes y te diré de qué careces”, “cree el ladrón que todos son de su condición” … y aplica el epíteto a los demás…
Y ¿si la palabra es sobre nosotros mismos, sobre cómo nos vemos? ¿Somos lo que de nosotros decimos o somos lo que se refleja en lo que decimos? Sin llegar a generalizar el dicho: “nunca nos engañamos más que cuando hablamos sobre nosotros mismos”.
Cuidemos las palabras. Cuando estamos en el mundo de la imagen, en el que se considera como dogma que “una imagen vale más que mil palabras”, estamos infravalorando la palabra, su alcance, que llega más que a lo que oímos, describe a quien la pronuncia.
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