24 de octubre de 2016
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Llueve. Y como siempre no a gusto de todos. No conozco encuesta que señale el grado de aceptación o rechazo de la lluvia en nuestra sociedad. Me parece que es bien aceptada por la mayoría. Deseada por los habitantes de los pocos lugares donde no ha llegado. Y “bien, pero menos” donde se ha convertido en diluvio que arrasa. La expresión “nunca llueve a gusto de todos” la utilizamos para no esperar ni forzar el acuerdo general. Como en tantas situaciones de la vida el “todos” cuando desborda los límites de grupo definido por un interés común, como la victoria del equipo de los socios de un club deportivo, no expresa la realidad. La convivencia social es convivencia de deseos, intereses, puntos de vista distintos. Como decía ya Aristóteles, y en su línea santo Tomás y ha recogido el Catecismo de la Iglesia Católica sí existe unanimidad en buscar la felicidad. Pero no existe, sino hondas y enfrentadas opiniones, sobre en dónde ponerla. Jesús de Nazaret, como si respondiera a ese deseo común presentó el proyecto de felicidad que san Mateo nos ofrece como apertura solemne del Sermón de la Montaña, las Bienaventuranzas. Pensadores reconocidos han señalado que es un proyecto erróneo de busca de felicidad. Los cristianos, viniendo de donde viene, lo podemos aceptar como bella teoría; pero no estamos tan convencidos de que haya que llevarlo a la vida. A no ser bajo la creencia demasiado simple y falsa de que haya que pasarlo mal aquí en la tierra para ganar el cielo. Las bienaventuranzas, como la lluvia, no coinciden con el gusto de todos. Incluso para los que desean lluvia les parece un diluvio que llevaría por delante las expectativas vitales, incluidas las más “decentes”. Lumen Gentium dice que sólo con el espíritu de las bienaventuranzas el mundo puede ser transformado en el mundo que Dios quiere. Y de eso tienen que dar testimonio los religiosos, simplemente por serlo, añade el texto.
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