24 de marzo de 2015
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A la condición cristiana, a la humana pertenece ayudar al que tiene necesidad. ¡Pero cuántas y que diversas son las necesidades! Vamos a quedarnos en aquellas que se pueden atender con dinero. No tienen por qué ser las más urgentes ni las más relevantes. Por nuestros ojos se introduce la situación de personas con las que nos encontramos cada día, están en nuestro entorno. No se mueren de hambre, se pueden vestir con dignidad, tienen la sanidad propia de la Seguridad social, y, de momento al menos, pueden conservar su vivienda: pero la escasez es dueña del hogar, un miembro de él está en el paro, personas allegadas a ellas, hijos, por ejemplo, necesitan de su ayuda constante, se vive con lo imprescindible, lo pasan mal, no pueden permitirse comodidades generalizadas, como calefacción, agua caliente…, porque la energía es cara… La sensibilidad es consecuencia de lo que entra por los ojos. No se puede ser insensible a ello.
¿Qué pasa cuando lejos de nuestros ojos está el hambre que mata, la intemperie como hogar, la enfermedad sin remedio con que atajarla, en definitiva, la muerte? Se conoce esa tragedia, pero está lejos, sin información sensible, la sensibilidad por ello es más débil. Sólo si logramos superar lo sensible, si lo que conocemos ex auditu –por el oído-, no de visu, pues no entra por los ojos, y tomamos conciencia, que es algo más hondo que la sensibilidad, de unas condiciones objetivas mucho más duras y determinantes, de necesidades perentorias sin plazo alguno, podemos establecer una jerarquía de necesidades.
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