15 de febrero de 2021
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“Una imagen vale más que mil palabras”, es expresión que se ha generalizado en una sociedad que, en gran parte, está bajo la cultura -de culto- de la imagen. “Las apariencias engañan”, es un dicho viejo, que el pueblo conoce. En la sabiduría popular encontramos objeciones a ese valor que se da a la imagen.
¿Y la palabra? No podemos olvidar que se habla de palabras vacías, endebles, “que lleva el viento”; o bien de esa actitud despectiva ante la palabra, que es la respuesta: “palabras, palabras, palabras…”, que aluden a su falta de rigor, de solidez; que son solo palabras, y por esos irrelevantes. La palabra no deja de ser una imagen, una expresión de algo. Tiene razón de ser en función de una idea, o de un sentimiento. Es “encarnación de la idea”, dice un himno litúrgico. La Palabra tiene valor cuando se encarna. Se encarna en ella una realidad, una persona, en el caso del Verbo.
Imagen, palabra, son lo que son en referencia a algo más hondo. Que a veces no es fácil de exteriorizar, para socializarlo, que otros lo perciban. En esa hondura: idea, sentimiento, está la fuente de la palabra, de la imagen. Está la solidez de lo real. De lo que se es: de lo que se piensa y de lo que se siente. Se necesitan las palabras, las imágenes, porque somos seres sociales, y hemos de comunicarnos. Imágenes, que son gestos, reacciones diversas de nuestro cuerpo.
Pero no olvidemos: siempre cabe que “las apariencias engañen”. Bien porque no logran expresar lo real, o bien porque no se quiere que sea expresado: la mentira. Y a veces porque es inexpresable lo sabemos o sentimos. Somos más que palabra o imagen. Somos en gran parte misterio.
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