9 de enero de 2016
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Las navidades han pasado, empecemos a vivir de la Navidad. La vida hay que celebrarla. A veces lo que celebramos no lo vivimos. Nos quedamos satisfechos con la celebración. Podemos celebrar el cumpleaños de alguien aunque no sea alguien relevante en nuestra vida. La celebración puede entenderse de una manera autónoma, reducirse a los actos que se celebran sin referencias a lo que se celebra. Esto puede suceder con la Navidad. Cuanto más compleja sea la celebración más peligro hay de que se pierda de vista lo que se celebra. Se puede decir: mientras que haya celebración hay alegría, y eso es saludable. Pues no: el hijo mayor pudo celebrar a su estilo que su hermano les dejara en paz a él y a su padre, y no quiso celebrar la vuelta a la casa paterna. ¡Cuántas victorias sangrientas se han celebrado! ¡Más que la paz! En estos días de la llamada “cuesta de enero”, cuando ha pasado la efusión celebrativa, nos recogemos con un “¡por fin!” en nuestro vivir diario y dejamos de un lado lo clamoroso vivido, disfrutado y sufrido, y nos quedamos con la Palabra sencilla que nos habla de que hemos sido visitados por Dios, que se ha hecho uno de nosotros, dispuesto a asumir nuestra suerte. Vivimos la Navidad en la cuesta esperanzada de la existencia cristiana de cada día. Digamos ¡Feliz Navidad del siete de enero y siguientes días!
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