17 de abril de 2020
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Gusta tener programado el futuro. Organizarse la vida, el trabajo, el ocio, la convivencia, el tiempo de descanso…etc., pertenece al modo de vivir. Es cierto que se está siempre a expensas de lo imprevisto. No somos dueños ni de nuestra biología, ni psicología: expuestas, como todo lo temporal, a cambios imprevisibles. Menos dueños aún de la vida de los demás, con los que de alguna manera convivimos, con los que incluso planeamos nuestro futuro. La previsión generalizada respecto a los fallos de nuestra salud, es una realidad social. Tenemos previsto el momento en que ya seremos incapaces por edad del realizar el trabajo que nos permite los ingresos necesarios para la vida.
Pero el covid19 no estaba previsto. Mucho menos el estilo de vida que exige, por ejemplo, el confinamiento. Se vive, además, la incertidumbre sobre qué tipo de virus es y cómo combatirlo. El tiempo que nos acompañará. Mucho menos qué vacuna aplicar para librarnos de él.
El virus ha arrasado nuestra programación. Programación existencial, porque abarca casi todas las dimensiones de la vida. Hasta algo que no se ponía en dudas, como ver el rostro de las personas amadas cercanas, de vez en cuando; saborear de la Naturaleza; realizar los encuentros que eran rutinarios en la vida… Y de manera especial estar bajo la amenaza cercana y muy posible de contraerlo. En expresión popular: “estamos a lo que venga”. Y no sabemos qué vendrá.
¿En qué apoyarse cuando parece que se vive en el aire? No puede ser otra cosa que en lo esencial de lo que somos, en nuestra condición humana: nuestra y de los demás. En lo que es permanente en cualquier situación. La soledad, la quietud permiten mirar hacia lo hondo de nuestro ser. Y descubrir lo que puede que estuviera oculto cuando el trajinar diario era lo normal. Sentir lo que el otro es para nosotros y nosotros para él. Bajo la mirada de quien nos trasciende, de Dios, entendido como Padre.
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