8 de abril de 2012
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Lo que empezó así: “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo”, no podía terminar en la cruz. En la cruz se dio la versión cristiana del amor de Dios: tanto amó Cristo al mundo que se sometió a la muerte. Si el amor de Dios supuso la presencia histórica de Cristo entre nosotros, el amor hasta la muerte de Jesús de Nazaret le permitió superar esa muerte y desde su estado de gloria acompañarnos en nuestra historia, y ofrecerse como la razón el fin de ella. La razón de la historia es seguir un proceso de humanización, que Cristo lo expresaba como el Reino de Dios: comunidad hombres y mujeres que, bajo la mirada de Dios Padre, va construyendo una existencia humana regida por los valores proclamados por Jesús y recogidos en los evangelios. Los valores que san Pablo llama de arriba, no de la tierra, porque superan la muerte, lo efímero. El amor, más fuerte que la muerte; el encuentro con el Dios que nos trasciende, que veremos luego “cara a cara”; la verdad que alcanzaremos superadas las limitaciones de este momento. Celebrar la resurrección no es sólo celebrar el triunfo de Jesús de Nazaret, sino el triunfo del amor, de la verdad, del plan de Dios sobre nosotros, el triunfo de la condición humana. Es celebrar nuestra “resurrección”. Es celebrar el éxito de lo que fue un aparente fracaso en la cruz,el triunfo del proyecto del Dios que “tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo”. A nosotros nos toca vivir como “resucitados”, es decir haciendo que esos valores que superan la muerte sean los que rijan nuestra existencia: amor, verdad, contacto con Dios.
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