5 de septiembre de 2011
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Sumergirnos en lo hondo del ser nunca es un escape de la realidad en busca de hacer apacible la vida. No tiene nada de alienación. No es dar la espalda a lo que nos rodea. Es buscar criterios para valorarlo. Y energía para afrontarlo a base de solidez que supere momentos difíciles, situaciones adversas, tentaciones de desánimo, o de soluciones fáciles.
Cristo insistió en que había que construir sobre roca. Pero la metáfora, como todas, no es perfecta. La roca da solidez, pero es estéril. Esa solidez pétrea es necesario combinarla con la buena tierra que acoge la semilla, humus esponjoso, débil, expuesto a la erosión, pero que le permite germinar y dar fruto.
Lo hondo del ser no es un agujero negro del que ni la luz es reflejada. En lo hondo se descubre que estamos vertidos, hacia la vida en su complejidad, hacia el otro como elemento esencial de nuestro ser. Y hacia el Otro como bien nos recordó san Agustín y santa Catalina de Sena, aquél hablando de Dios, ésta de Cristo: “¿Dónde estaba yo cuando te buscaba?- Dios le decía- Te veía delante de mí, pero estando lejos y fuera de mí, a mi mismo no me hallaba y menos a ti". “Jamás salgas del conocimiento de ti y me conocerás a mí", le decía Jesús a la santa. Si el otro no está en lo hondo de lo que somos, se convierte en anécdota, en circunstancia variable de la vida. Y en lo hondo de nuestro ser sólo encontraremos vacío, “soledad sin sentido” que dice el salmista.
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