28 de abril de 2014
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Se atribuye a santa Teresa de Ávila la afirmación de que después del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, no habido nada tan milagroso como la vida de santa Catalina de Sena. La santa vivió en uno de los siglos más tristes de la historia de Europa y de la Iglesia, el siglo XIV. Siglo de decadencia de las grandes construcciones ideológicas, -también de las arquitectónicas- del siglo anterior. Decadencia sobre todo de las órdenes religiosas y de la misma Iglesia. Siglo del cisma de Occidente, en el que llegaron a existir a la vez tres papas. Siglo de profundas crisis en la vida política, en concreto en Italia, con las ciudades próximas enfrentadas entre sí y contra el Papa. La peste llamada “negra” asoló Europa. Pues bien, esta mujer, analfabeta, que, aunque vistió un hábito que hoy llamaríamos de religiosa, fue una laica, estuvo presente en los lugares de confrontación y crisis. Atendió a enfermos de peste, ocho sobrinos suyos murieron de la peste llamada de los “bambini”, de los niños; se enfrentó con autoridades políticas y eclesiásticas, influyó decididamente en la reforma de los dominicos, y, sobre todo, no cejó en exigir al Papa que él y los cardenales -a los que llegó a llamar “demonios colorados”- actuaran de acuerdo con sus responsabilidades. Todo esto desde su condición de mujer analfabeta, en una breve vida, fallece a los treinta y tres años.
¿Dónde encontró Catalina los conocimientos y la energía para actuar así. La respuesta es corta, en su intimidad con Dios. ¿Cómo consigue es intimidad? Ante todo por su capacidad de penetrar en la verdad de sí misma, en ser persona de profunda vida interior. En ese interior descubre a Dios. Un Dios que la llenará de favores, y a la vez le exigirá una entrega absoluta a su causa: a la causa de la paz entre los pueblos enfrentados, a exigir la justicia ante las autoridades, y a entregarse totalmente al servicio de la Iglesia y de los hombres y mujeres necesitados.
En Catalina de Siena se da una profunda unión entre la mística, o sea, la vida en Dios y desde Dios, y el compromiso con los seres humanos, que la lleva a intervenir decididamente en la actividad política y social. Lo hizo por encargo de Cristo, muy a pesar de sus deseos de vivir en el silencio esa intimidad con Él. De modo que le reprocha que le encargue tareas que la sobrepasan y además que la apartan de vivir su unión con él en la oración. Se queja a Cristo: “Me echas, Señor, de estar junto a ti” a lo que Cristo le responde: “Quiero unirte más a mí por medio de la caridad con prójimo…, llevas el hábito anhelado de la Orden –de dominica- nacida para el bien del prójimo” Ella obedece y se enfrenta con el mismo Papa Gregorio XI. En varios momentos le grita al Papa dedicado en exceso a la vida política: “almas que no ciudades” es lo que debe atraer su actuar como Papa. Y en otra circunstancia se atreve a decirle: “Esto es lo que yo quiero ver en vos. Y, si no habéis estado bien firme en este punto, en verdad quiero y ruego que lo seáis, en el tiempo que os quede, virilmente y como hombre viril, siguiendo a Cristo” En definitiva, ella una humilde mujer, insta al Papa que actúe con hombría, como actuaría Cristo. Fue declarada doctora de Iglesia junto con Teresa de Ávila. Juan Pablo II la declaró patrona de Europa junto a su contemporánea santa Brígida
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