28 de enero de 2015
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En tiempos no muy lejanos se aceptaba a Santo Tomás no tanto por sus enseñanzas como por su actitud de buscador de la verdad incluso en autores anteriores y, por tanto ajenos a la fe cristiana como Aristóteles, por buscarla con honradez, tenacidad y también intuición, por su respeto a teólogos, y no sólo teólogos, que le precedieron sin exigirse estar de acuerdo con ellos; pero no se estaba muy dispuesto a aceptar sus conclusiones filosóficas o teológicas. Los prejuicios sobre la escolástica, alimentados en parte por ser un producto de la Edad Media, y por ello para la vanidad moderna edad mediocre, cuando no bárbara (recordemos que el arte de las magníficas catedrales se llama gótico, de godo, pueblo bárbaro); aunque también por reacción a aquellos que entendían que Santo Tomás tuvo la última palabra en filosofía y teología – philosophia perennis-; o a causa de una escolástica alejada de lo que se debatía en la sociedad, todo ello condujo a que citar a Santo Tomás era presentarse como reaccionario, fuera de lugar y de tiempo. Creo que esta actitud ha pasado y de nuevo santo Tomás, su filosofía y teología ha merecido la consideración de los estudiosos. Alternativas a su doctrina no han merecido que el paso de los años y la capacidad del ser humano de análisis e investigación les concedieran la solidez del pensamiento tomista. Pero a la vez, el pensar de santo Tomás se consideró de manera crítica, y el respeto y admiración por su persona y enseñanza ha animado completar, enmendar en su caso, el legado que nos dejó. La búsqueda de verdad sin concesiones a modas intelectuales o prejuicios históricos o religiosos ha de ser lo propio de quien reconoce el magisterio de santo Tomás. Un ejemplo, el papa Francisco en su sugerente, actual y estimulante exhortación apostólica Evangelii gaudium le cita dieciocho veces, el autor más citado si excluimos a los dos últimos papas.
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