11 de octubre de 2016
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El otoño es el tiempo en que el árbol de los caquis, desprovisto ya de hojas ofrece su carnoso fruto. Fruto y madera quedan en el árbol, el verde de las hojas ha desaparecido. La esencia de lo que es junto a lo valioso que ofrece. Las hojas fueron necesarias, pero se retiraron para que se viera sólo quien las sostuvo, y el fruto de su presencia verde y vistosa. Dicen que el caqui es el símbolo de la vejez. Tiempo de frutos pegados a un cuerpo sin adornos. El “verbolario” del ABC definía al joven “como viejo no hecho”. O sea, a medio cocer o a medio madurar, pero duro aún, consistente, sin la debilidad blanda de lo cocido o madurado. Se necesitan mutuamente las verdes hojas que hacen vistoso, casi opulento, en su presentación al árbol y lo queda de aquello, esqueleto de fibra donde están prendidos los frutos. Todo es presencia y presente: la juventud no es el futuro de la sociedad, sino parte de su presente, como la vejez. Cada uno posee su parte de otro tiempo: una el futuro, siempre incierto; la otra el pasado cierto. Ambas constituyen el presente, el momento que se vive. Es necesario saber vivirlo.
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