La liturgia tiene su ritmo. En el tiempo de adviento no es fácil respetarlo: de diversas instancias, no precisamente religiosas, se adelanta la Navidad, con fuerza avasalladora. En el tiempo de Cuaresma, y en concreto durante la Semana Santa el cristiano que quiere seguir el ritmo litúrgico no se ve tan presionado para adelantar la Pascua. La Pascua es de resurrección, tiene sentido si hay muerte. Por eso hay que llegar a la muerte. Y la Pascua acontece como una irrupción de luz y de gloria, de alegría. El tiempo de adviento es tiempo de maduración de la espera. El de cuaresma es de depuración interior, de realismo existencial que se encuentra con la fragilidad humana, con el dolor, con la muerte. Se sabe que no terminará en viernes santo, pero también que es necesario pasar por él, para poder celebrar el domingo de Pascua. La Pascua de resurrección es el contrapunto a lo que se celebra previamente; la Navidad es la culminación de la espera. En Adviento el proceso es de acercamiento al acontecimiento siguiendo el camino de la concepción al nacimiento. La Cuaresma, especialmente la Semana Santa, es camino que va en sentido opuesto a la Pascua, es camino de muerte, que termina en la victoria sobre ella. El Jueves Santo tiene un aire distinto. Se introduce el factor afectivo, el amor y amor hasta la muerte, como amistad honda e íntima que se vive en el cenáculo. El amor flota sobre la vida y la muerte, contrapesa el dolor, a la vez que informa y da sentido a ambas. Es el día que explica todo. El por qué de una muerte vencida, el por qué de una resurrección. Sin Jueves Santo no tiene sentido la celebración del Viernes, y sin Viernes no la tendría la del Domingo: superación de muerte gracias al amor que celebramos el jueves y que la hace generosa y por tanto germen de vida el Viernes. Vivamos paso a paso estos días.